RESTITUIR LA NORMALIDAD

28 ABRIL, 2021

PUBLICADO EN EXPANSIÓN 

POR FERNANDO PINO CALVO SOTELO

Ha pasado más de un año. ¿Hasta cuándo seguiremos los españoles secuestrados por nuestra clase política? Un estado de alarma criticado por prestigiosos constitucionalistas pero defendido a ultranza por el Gobierno y de facto por el principal partido de la no-oposición, ha suprimido de un plumazo nuestros derechos y libertades con el pretexto de una epidemia cuyo pico a nivel nacional quedó definitivamente atrás hace doce meses. Ante este atropello, el Tribunal Constitucional continúa con su clamoroso silencio (que asemeja una dejación de funciones), sin levantarse de la siesta o sin sacudirse su impudorosa politización. Lo peor es que quizá aplique la ley de Murphy y que el fallo, si llega, clavetee definitivamente el ataúd del prestigio de tan alta institución. Yo vuelvo a preguntarme: ¿desde cuándo hace falta sacrificar la libertad y suspender el Estado de Derecho para enfrentarse a un virus respiratorio?

Doblemente inquietante es que este estado de excepción encubierto haya degenerado en un estado policial que viene acompañado, como suele ocurrir, por la habitual figura de delatores y colaboracionistas, motivados más por la envidia o la malicia que por el altruismo. En una España donde la escrupulosidad policial en el respeto a la ley era la norma, hemos visto a policías echando la puerta abajo de un piso aparentemente sin orden judicial ni delito flagrante para detener una reunión de jóvenes, la misma policía que duda si llamar al timbre cuando se trata de okupas. Sólo faltaban los GEO descolgándose por la fachada y lanzando granadas aturdidoras. También hemos visto policías saltando la valla de una propiedad privada durante el confinamiento para exigir a unos sacerdotes convivientes que dejaran de pasear legalmente por el patio de su residencia “por solidaridad”, y chulescas interrupciones de culto (posible delito tipificado en el Código Penal) en iglesias católicas. Las autoridades pertinentes no han condenado ni uno solo de estos hechos, por lo que muchos ciudadanos defensores de la ley y el orden, han comenzado a ver a la policía como antagonista, una deriva tan lógica como preocupante.

El miedo se propaga como el fuego en un pajar. Así, el constante martilleo de la campaña de terror azuzada por el contubernio político-mediático-farmacéutico ha provocado una melancolía generalizada y multitud de casos de depresión, neurosis e hipocondría. Algunos ciudadanos han llegado incluso a desarrollar un síndrome de Estocolmo por el que justifican que les coarten las libertades “para salvarles la vida”. Esto anima a los yonquis del poder a incrementar su sádico despotismo, que está comenzando a crearles adicción, pues el acatamiento de normas absurdas es, ante todo, un ejercicio de sumisión, más humillante cuanto más absurda sea la medida.

Como no podía ser de otra manera, el virus sigue circulando a su antojo independientemente de cierres, mascarillas y confinamientos que han arruinado a decenas de miles de familias y provocado una depresión mental generalizada para nada. Tras un año estudiando y divulgando la mejor literatura médica y estadística sobre covid que he podido encontrar (pueden acceder a las fuentes en www.fpcs.es), permítanme la licencia de desahogarme: la mayoría de imposiciones sanitario-totalitarias son acientíficas, arbitrarias y tan inútiles como quienes las dictan. ¿Recuerdan la obsesión con la limpieza de superficies? Hace casi un año ya se sabía que esta vía de contagio era sumamente improbable (como expliqué en El Miedo como Instrumento de Poder, Expansión 2 de junio de 2020[1]), pero las autoridades sólo lo han reconocido ahora, y lo mismo ocurrirá con muchas otras medidas. La evidencia empírica es tan demoledoramente contraria a las restricciones que sólo el pánico creado por los medios y la esclerosis de pensamiento crítico de nuestra sociedad explican su persistencia. Hace casi dos meses, por ejemplo, con sólo el 7% de su población completamente vacunada, el estado de Texas volvió a la absoluta normalidad sin mascarillas ni restricción alguna y los casos de covid han descendido un 50%[2]. La inutilidad de encerrar a personas perfectamente sanas es patente, más aún tras un reciente metaanálisis que sugiere que las personas asintomáticas no son un factor relevante en la tasa de contagios secundarios y apenas contribuyen a la propagación del virus[3] (al igual que ocurre con otros virus respiratorios). La imposición indiscriminada de mascarillas (particularmente vergonzosa en escolares) es otra farsa acientífica contraria a lo que han venido defendiendo los expertos durante años[4], y llevarlas al aire libre es una soberana estupidez, como ya empieza a reconocer hasta el New York Times[5]. Incluso hoy, a pesar de la enorme presión política, el ECDC (la autoridad europea en enfermedades infecciosas) se muestra escéptico respecto a la “limitada” evidencia a favor de su uso generalizado, y sólo lo recomienda, remolón, “en espacios públicos cerrados”, añadiendo que, como mucho, “puede considerarse su uso en exteriores cuando estén atestados de gente”[6]. Se sabe que las mascarillas no son eficaces para prevenir la transmisión de otros virus respiratorios[7] (por eso nunca se habían utilizado así antes), y el único estudio aleatorizado para medir su eficacia sobre el covid ha arrojado en Dinamarca resultados igual de pobres[8]. La evidencia comparativa entre estados de EEUU y su nulo resultado en España apuntan en la misma dirección: salvo en casos de pura lógica[9], las mascarillas sólo sirven de talismán, como parecen saber los periodistas, que no las llevan en los platós, y los políticos, que no las llevan en los mítines. ¿Y la prohibición de comer más de cuatro personas en la misma mesa de un restaurante? Además de discriminar a las familias numerosas, es una medida que los expertos definen como “ajena a cualquier evidencia científica” y producto de “tirar los dados al azar”[10]. Sin embargo, nuestra clase política continúa negando la evidencia científica (¿quién es el negacionista?) y defendiendo sus teatrales medidas, dotándolas de cierto carácter punitivo. Por ejemplo, los políticos-carceleros justificaron las restricciones de otoño “para salvar la Navidad” y las de invierno “para salvar la Semana Santa”, pero llegaron ambas y nos encerraron en nuestras celdas para luego culparnos con desfachatez del estacional repunte posterior. ¿Cómo explican entonces que algunos países musulmanes como Turquía (sin Navidad ni Semana Santa) hayan sufrido repuntes similares[11]?

Lentamente, el hartazgo ciudadano está rompiendo las cadenas de un hechizo basado en la ignorancia, el miedo irracional y el engaño. Las estadísticas muestran que en una gran parte de España ya no hay ni emergencia sanitaria ni exceso de mortalidad[12]. Exijamos pues el fin de este experimento totalitario y la vuelta al Estado de Derecho y a medidas científicas que protejan a la población de riesgo, única que necesita ser protegida.

Ítem más. Sorprende que algunos políticos regionales se autodenominen campeones de la libertad mientras mantienen la retahíla estándar de medidas liberticidas y acientíficas: toques de queda, mascarillas al aire libre, limitación de comensales, prohibición de traer un par de amigos a casa o cierres perimetrales. Abusando del concepto de mal menor, argumentan que en otras regiones el ambiente es aún más irrespirable y opresivo. Ciertamente lo es, pero yo prefiero a quienes abogan sencillamente por restituirnos nuestra vieja y querida normalidad.

 

Fernando del Pino Calvo-Sotelo